ETIQUETA, URBANIDAD E HISTORIA


La cortesía con los niños.
El niño es sumamente sensible y tan activo que representa el movimiento continuo. Siempre están activos, la quietud y tranquilidad no es para ellos, y tienden a desesperar. No por instinto de crueldad, como algunos se figuran, sino por la ciega y maquinal necesidad de hacer algo. 
Por esto, cuando el niño no corre riesgoes preciso dejarlo en libertad completa, por lo cual es una verdad popular aquello de tanto mejor para él si se aplasta las narices, si se hace daño, estos dolores, que se imprimen profundamente en su memoria, se convierten en estímulos de prudencia (hay acepciones) y en motivos de precaución para el porvenir, viniendo a ser un capital fructífero para la vida.
Reprimirlo de toda esta actividad por miedo a que se lastime, hacer por el niño en vez de dejarlo que haga por sí mismo, se le convierte en despótico, y se desenvuelve en él una larga serie de voluntades y caprichos que no pueden ser satisfechos, lo cual le causa muchos pesares, y lo peor es que como carece de experiencia atribuye vuestra oposición a sus caprichos, no a falta de poder sino a falta de voluntad.
Conviene usar aquellas expresiones, acciones y consideraciones que les indiquen la estimación que de ellos hacemos. Esa edad que tiene todo el candor del amor propio sin sus desconfianzas, fácilmente da crédito a las palabras y se acostumbra a los modales que más nos agraden si les manifestáis tener en mucho sus calidades y grandes esperanzas de que éstas irán siempre mejorando. 
Deben considerarse como inurbanos, desrazonables e inciviles los continuos vituperios de los viejos contra las irreflexiones de la juventud, la aspereza contra las diversiones más inocentes, el alborotar por cada niñada, el castigar por cualquier inadvertencia y el exigir madurez de juicio en la edad más tierna.
Indispensable manifestar al joven cierta confianza en sus buenas cualidades En suma, la bondad constante e ilustrada unida a la severidad variable, esto es, creciente o decreciente según aumentan o disminuyen la docilidad del hijo o la malignidad de su ánimo, constituyen el mérito principal de los padres.
Es cosa de todo punto inurbana y además ineficaz desafiar con humillaciones y villanías las pasiones de la juventud en su ímpetu, en vez de aguardar que la tempestad se desvanezca y sobrevenga la razón. Vuestra cólera brutal e inoportuna acostumbrará al joven al disimulo, pero no logrará corregirlo. Dejar de manera que vea y experimente los funestos resultados de sus acciones, y se sienta humillado por sí misma. La humillación que nos viene de los otros es un ultraje; la que nace en el fondo de nuestra alma es una lección.
Suele decirse que un padre debe tratar del mismo modo a sus hijos porque al fin todos son hijos suyos, pero es falso. Porque el uno es más atento, más estudioso y más dócil que el otro. La preferencia fundada, no en las calidades naturales sino en las adquiridas, no sale de los límites de la urbanidad y es un castigo para los hijos indóciles y haraganes.
Los momentos en que los muchachos se entregan al juego son los más oportunos para explorar su índole y su carácter, y un padre hábil sabe en esos instantes darles alguna lección de cortesía, alguna idea de las consideraciones que los hombres se deben unos a otros; esto es, les enseña a defender un derecho sin arrogancia, a discutir sin villanía, y a ceder de buen grado cuando lo reclaman la razón y la justicia.
Aprovechad todas las ocasiones a fin de demostrar con hechos y con ejemplos que si el vicio trae consigo algún placer seguido de muchas amarguras, no le faltan a la virtud sus premios y recompensas
Dos cosas fastidian al niño: la cortesía y el estudio. La cortesía destinada a endulzar la vida es ocasión de desagrado. La idea moral de las distinciones sociales no tiene cabida en el espíritu de los niños antes de los siete años, por cuya razón no pueden repetir ciertas fórmulas sino maquinalmente y por costumbre, mas no por sentimiento. Lugar oportuno para ocuparse de los métodos de instrucción, a los pedantes incapaces de hacerse amar, no les queda otro método que el de hacerse temer.
Después de cubrir de espinas la instrucción, castigan a los jóvenes haraganes para que estudien, por lo cual no es de admirar que en el ánimo del niño nazca la idea de que estudiar significa sufrir un castigo. Se convierte la escuela en un infierno y  se pretende que la juventud se le aficione
Nunca se encarecerá bastante a los jóvenes el crédito y el descrédito que nos granjean los compañeros con quienes estamos más intimados, y cuan inclinado se siente el público a juzgar de nuestras buenas o malas cualidades por las de ellos. Así como el contacto de un fruto maleado echa a perder al más sano, así la compañía del vicio acaba por manchar el alma más inocente y más pura.
La costumbre tan inurbana como inmoral de ajustar los matrimonios de los jóvenes, no consultando su recíproca inclinación, sino el oro y la antigüedad de la sangre, más que para recordar que contra este manantial de corrupción ha declamado no poco la filosofía, y que si no ha conseguido recíproca del todo, por lo menos ha disminuido mucho su abundancia.